Práctica del amor a Jesucristo. Cap. XII S. Alfonso María de Ligorio.
Quien ama a jesucristo, no se irrita contra el prójimo
“La caridad no se exaspera” (I Cor. 13, 5).
La virtud de no airarse en las contrariedades que sobrevengan es hija de la mansedumbre. De los actos relativos a la mansedumbre ya hablamos en el capítulo precedente; mas, por cuanto es virtud que a la continua debe practicarse por tener que vivir entre hombres, diremos aquí algunas cosas más particulares y muy útiles para la práctica.
La humildad y mansedumbre fueron las virtudes más caras a Jesucristo, por lo que dijo a los discípulos que aprendiesen de Él a ser mansos y humildes. Nuestro Redentor fue llamado cordero: “He aquí al Cordero de Dios” (Io. 1, 29), sea por razón del sacrificio que había de consumar en la cruz para satisfacción de nuestros pecados, sea por la mansedumbre que manifestó en toda su vida, y especialmente en tiempo de su pasión. Cuando recibió en casa de Caifás la bofetada del ministro del pontífice, que, a la vez, lo trató de temerario, al decirle: “¿Así respondes al pontífice?” (Io. 18, 22), Jesús respondió solamente estas palabras: “Si hablé mal, da testimonio de lo malo; mas si bien, ¿por qué me hieres?” (Io. 18, 23). Esta mansedumbre prosiguió ejercitándola hasta la muerte, pues pendiente en la cruz, cuando los soldados le escarnecían y blasfemaban de Él, Él se limitaba a pedir al Padre Eterno que los perdonara.
¡Cuánto estima Jesucristo a los corazones mansos que, al recibir afrentas, burlas, calumnias, persecuciones y hasta golpes y heridas, no se irritan contra quienes los injurian o golpean! “Socorredor de los débiles, amparador de los desahuciados” (Iudith 9, 16). Las oraciones de los humildes siempre son atendidas por Dios, pues a ellos de modo especial les está prometido el paraíso: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra” (Mt. 5, 4). Decía el Venerable P. Baltasar Álvarez que el cielo es la patria de los despreciados, de los perseguidos y abatidos; sí, porque a éstos, y no ya a los soberbios, que disfrutan de las honras y estimaciones mundanas, les está reservada la posesión del reino celestial. Ya escribió David que los mansos no alcanzarán tan sólo la eterna bienaventuranza, sino que también en esta vida disfrutarán de extraordinaria paz; y la razón es porque, lejos de conservar los santos rencor contra quienes los persiguen, les cobraban más amor, y el Señor, en premio a tanta paciencia, les aumenta la paz interior. Decía Santa Teresa: «Y con las personas que decían mal de mí, no sólo no estaba mal con ellas, sino que me parece les cobraba amor de nuevo»; por lo que más tarde escribió de ella la Sagrada Rota Romana que «las ofensas suministraban alimento a su amor». Tan grande mansedumbre no se da sino en quienes tienen gran acopio de humildad y bajo concepto de sí mismos, que llegan a convencerse que merecen toda suerte de desprecios; y de ahí, por el contrario, que los orgullosos sean siempre iracundos y vengativos, porque, en su concepto, son dignos de todo honor.
“¡Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor!” (Apoc. 14, 13). Hay que morir, pues, en el Señor para ser bienaventurado y para comenzar a gozar de la bienaventuranza en esta vida, es decir, de la bienaventuranza de que se puede disfrutar antes de ir a la gloria, la cual ciertamente es mucho menor que la del Cielo, pero es tal que supera a todos los placeres sensibles de esta vida: “Y la paz de Dios, la que sobrepuja toda inteligencia, guardará vuestros corazones” (Phil. 4, 7). Mas para obtener esta paz, aun en medio de afrentas y calumnias, hay que estar muerto en el Señor. El muerto, por mucho que lo maltraten y pisoteen, no siente nada; el humilde, igualmente, estando como muerto, que ni ve ni oye, debe sufrir cuantos desprecios le hagan. Quien ama de corazón a Jesucristo, presto llega a este estado, porque, conforme en todo con la voluntad divina, acepta con la misma paz y ánimo igual lo próspero como lo adverso, los consuelos como las aflicciones, las injurias como las alabanzas. Así hacía el Apóstol, quien por ello decía: “Estoy que reboso de gozo en medio de esta tribulación nuestra” (II Cor. 12, 4). ¡Feliz del que consigue tal grado de virtud! Decía San Francisco de Sales: «¿Qué es el mundo entero, comparado con la paz del corazón?». En efecto, ¿de qué sirven todas las riquezas y todos los honores del mundo a quien vive inquieto y no disfruta de paz del corazón?
En suma, para vivir siempre unidos con Jesucristo, debemos hacer todas las cosas con tranquilidad, sin inquietarnos por contrariedades que surgieren: “El Señor no estaba en el viento” (III Reg. 19, 2). El Señor no habita en los corazones turbados.
Oigamos los bellos documentos que acerca de esta materia nos suministra el maestro de la mansedumbre, San Francisco de Sales: «No os dejéis dominar por la cólera, ni siquiera le abráis la puerta, con el pretexto que fuere, porque, una vez introducida en él, no está en vuestra mano arrojarla ni aun dominarla». Los remedios contra la cólera son: 1.°, combatirla al punto y divertir la mente a otra parte sin replicar palabra; 2.°, a imitación de los apóstoles en la tempestad del mar, recurrir a Dios, que puede apaciguar el corazón; 3.°, cuando veáis que la cólera, por vuestra debilidad, se ha adentrado en vuestro espíritu, en tal caso esforzaos por recobrar la calma y procurad después ejercitaros en actos de humildad y de mansedumbre con la persona contra la cual os enojasteis; mas todo esto hay que hacerlo con suavidad y sin violencia, porque importa mucho no enconar la llaga». A este propósito decía el Santo que tuvo que trabajar durante toda su vida para vencer dos pasiones que ejercían más imperio sobre él: la cólera y el amor; para sofocar la pasión de la cólera nos dice que necesitó veintidós años de lucha para sojuzgarla; en cuanto al amor, venció trocando su objeto, abandonando las criaturas y dirigiendo hacia Dios todos sus afectos. De este modo el Santo disfrutaba de una paz interior tan acabada, que se traslucía al exterior, viéndosele casi siempre con el rostro sereno y con la sonrisa en los labios.
“¿De dónde esas guerras...? ¿No provienen acaso de vuestras codicias?” (Iac. 4, 1). Cuando uno en la contradicción se siente agitado por la cólera, se figura hallar paz desfogando la ira con acciones o, al menos, con palabras; mas se engaña, porque después de desfogarse se hallará más turbado que antes. Quien quiera vivir en continuada paz, guárdese de dejarse arrastrar por el mal humor, y si se viere presa de él, deséchelo presto, sin dejarle ni una noche de reposo, apartándose de él, sea con la lectura de un libro, con algún cantiquillo piadoso o con un paseo por parajes amenos, acompañado de algún amigo.
El Espíritu Santo dice que “el enojo en el seno de los necios reposa” (Eccle. 7, 10). La cólera hace su asiento en el corazón de los insensatos, que aman poco a Jesucristo; mas en el corazón de los verdaderos amantes de Jesucristo, si llegare a entrar por sorpresa, luego es arrojada y no puede en él habitar. Quien ama con todo corazón al Redentor, no vive malhumorado, porque, no queriendo sino lo que Dios quiere, tiene siempre cuanto quiere, por lo que vive tranquilo y siempre igual en su conducta. La voluntad divina le tranquiliza en todas las adversidades que le acaecen, y por eso ejercita la mansedumbre absolutamente con todos. Tal mansedumbre no se puede, con todo, alcanzar sin grande amor a Jesucristo, porque es un hecho que no llegaremos a ser mansos ni suaves con los demás mientras no sintamos gran ternura hacia Jesucristo.
Mas, por cuanto tal ternura sensible no siempre está en nuestra mano, es preciso que en la oración mental nos dispongamos a resistir los encuentros que nos acometieren en el día. Así hicieron los santos, y se hallaron prestos a recibir paciente y humildemente las injurias, golpes y heridas. Cuando el prójimo nos insulte, si no nos halláramos preparados y muy prevenidos de antemano, difícilmente podremos atinar con lo que procederá hacer para no dejarnos dominar de la ira, porque entonces la pasión nos pintará como muy puesto en razón rechazar intrépidamente y con audacia la audacia de quien tan indignamente nos maltrata. Pero, como dice San Juan Crisóstomo, no es medio muy a propósito para extinguir el fuego de la ira con el fuego de la respuesta inflamada en ira, porque «fuego con fuego –dice el Santo– no puede extinguirse». Replicará alguno: «No es puesto en razón usar de cortesías y afabilidades con el temerario que ofende sin razón». A esto respondo con San Francisco de Sales: «Hay que ejercitarse en la mansedumbre, no sólo en lo que es conforme a razón, sino en lo que es contrario a ella».
En ciertos casos hemos de procurar responder con blandura, que éste es el camino para extinguir el fuego: “Una respuesta blanda aplaca el furor, mas una palabra molesta suscita la ira”, dice el Espíritu Santo (Prov. 15, 1). Y cuando el ánimo estuviere turbado, lo mejor será entonces... callar, «porque, ofuscada la vista por la ira –dice San Bernardo–, no se verá cosa derecha». Cuando el ojo se halla ofuscado por el enojo, no ve lo que es justo y lo que injusto; la pasión es como un velo que se pone ante los ojos e impide discernir lo falso de lo verdadero, por lo que se impone hacer, como San Francisco de Sales, un pacto con la lengua: «Hice pacto –escribe– con mi lengua de no hablar cuando tuviese perturbado el corazón».
Pero, a veces, se diría ser necesario tener que reprimir con aspereza a algún insolente. David decía: Temblad y no pequéis. Luego es lícito, a veces, encolerizarse, con tal, empero, que no haya pecado. Y aquí está precisamente la dificultad.
Especulativamente hablando, hay ocasiones en que parece oportuno hablar o responder ásperamente a alguno para hacerle entrar dentro de sí, pero en la práctica es muy difícil hacerlo sin riesgo de pecar, por lo que el camino más seguro es amonestar o responder siempre con blandura, estando en vela para no dejarse llevar de la cólera. Decía San Francisco de Sales: «No me acuerdo vez que me haya dejado llevar de la ira, que después no haya tenido que arrepentirme». Y cuando nos sintamos turbados, lo más seguro, como arriba se dijo, es callar, reservando la amonestación o la respuesta para tiempo más oportuno, cuando el corazón no exhale vapores.
Esta mansedumbre hemos de practicarla especialmente cuando nos veamos reprendidos por nuestros superiores o amigos. «Aceptar de buen grado la reprensión –añadía San Francisco de Sales– es señal de que se ama la virtud contraria al defecto de que es uno corregido, y es prueba, no pequeña, de que se va aprovechando en la perfección». También hemos de ser mansos con nosotros mismos. El demonio nos hace ver muy laudable el airarse contra sí mismo cuando se comete un defecto; mas no es así, sino ardid del enemigo, que pretende inquietarnos para que seamos incapaces de hacer cosa de provecho. Decía San Francisco de Sales: «Tened por cierto que cuantos pensamientos nos inquietan no proceden de Dios, que es príncipe de paz, sino del demonio, o del amor propio, o de la estima en que nos tenemos. Tales son las tres fuentes de que nacen todas nuestras turbaciones. Por eso, cuando nos asalten pensamientos de inquietud, desechémoslos y despreciémoslos al punto».
También es sumamente necesaria la mansedumbre cuando nos veamos en la precisión de tener que corregir a los demás. Las correcciones hechas con amargo celo son más dañosas que útiles, mayormente cuando el delincuente se halla turbado; en este caso procederá diferir la corrección y aguardar el tiempo en que se haya calmado el hervor de la ira. También conviene abstenernos de corregir a los demás cuando nos hallemos malhumorados, porque entonces la amonestación parecerá hecha con aspereza, y el reo, viéndose de tal modo reprendido, no hará cuenta de la admonición hecha con apasionamiento. Esto vale por lo que mira al bien del prójimo; mas en lo que se refiere a nuestro aprovechamiento, hagamos ver que amamos a Jesucristo, sobrellevando en paz y con alegría los malos tratamientos, las injurias y los desprecios.
Afectos y súplicas
Despreciado Jesús mío, amor y alegría de mi alma, con vuestro ejemplo habéis vuelto a vuestros amadores amables los desprecios. En adelante os prometo sufrir las afrentas por amor vuestro, ya que en esta tierra fuisteis tan escarnecido por amor mío.
Dadme fuerza para cumplir lo prometido; dadme a conocer y obligadme a obrar todo cuanto de mí queréis.
Dios mío y mi todo, no quiero buscar más bien fuera de vos, que sois bien infinito. Vos, que tanto veláis por mi adelantamiento, haced que no tenga otro cuidado que el de agradaros. Haced que todos mis pensamientos vayan encaminados a huir de cuanto pueda ofenderos e ir en seguimiento de cuanto pueda agradaros. Alejad de mí toda ocasión que pueda desviarme de vuestro amor. Me despojo de mi libertad y por entero la consagro a vuestro divino beneplácito.
Os amo, bondad infinita; os amo, amor mío. Verbo encarnado, os amo más que a mí mismo. Tened compasión de mí y curad cuantas llagas padece mi alma por los pecados con que os ofendí. Me abandono por completo en vuestros brazos, Jesús mío; quiero ser del todo vuestro, quiero sufrirlo todo por vuestro amor y no quiero de vos más que a vos mismo.
Virgen Santa y Madre mía, María, os amo y en vos confío; socorredme con vuestra poderosa intercesión.