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Odiar es una de nuestras facultades (de lo que S. Tomás llama el "apetito irascible"). (Ojo, mostrar la ira siempre es pecado).
Y por ello es perfectamente saludable y conveniente odiar ciertas cosas. Pero ello no debe llevarnos a odiar a los que las hacen, permiten, enseñan, etc.
Odiar a otra persona es faltar al onceavo mandamiento: "Amáos los unos a los otros como Yo os he amado", lo cual incluye amar a nuestros enemigos (amar que no quiere decir siempre invitar a comer, sino a veces meter en prisión o ajusticiar o quemar en la hoguera).
Como dijo una madre a su hijo que partía para la guerra de 1936 en España: "No odies al enemigo".
Hemos de odiar, en cambio, todo lo que es feo, malo o mentira.
Los señores de la R.A.E., la servicio del demonio y por tanto de la destrucción de la lengua, del cambio de sentido a las palabras:
Hasta 1884 odio sólo significaba: Aversión y aborrecimiento.
Desde 1925: Antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal se desea.
Una cosa es odiar (considerar como malo lo que lo es) y otra la malevolencia, desear un daño a otra persona. Si odiamos a alguien (pecado) y añadimos el deseo de que sufra un mal, pecamos doblemente.
Los que mandan, al servicio del Demonio (que nos odia y desea nuestro mal), intentan que dejemos de usar nuestras facultades, para que seamos "medio-hombres" y así nos alejemos de nuestra salvación.
Porque lo que no usamos se atrofia: si después de rompernos una pierna, en vez de hacer rehabilitación, nos metemos en una silla de ruedas, pues acabaremos con unas piernas inservibles.
Y para ello dictan leyes anti-odio, montan asociaciones anti-odio, etc.
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Rezar el Rosario (mejor en latín) es imprescindible.
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